martes, 15 de julio de 2008

CHANCLAS ROJAS

Recuerdo muchas cosas de mi infancia. Algunas tienen historia, otras son simples recuerdos específicos. Tan simples como un gesto, o varios, un sonido o un panorama sonoro. Por ejemplo, recuerdo mis zapatillas rojas de estar por casa. Una especie de chanclas acolchonadas por arriba, pero de plástico por la suela. Se sujetaban a mis dedos por una única banda ancha. Al principio, me costó trabajo dominarlas, se me escapaban. Tal vez por eso después se convirtieron en mis favoritas, porque sentía que entre yo y ellas habíamos construido un vínculo, un comportamiento que, ya dominado, nos convertía en un equipo indestructible, algo así como los zapatitos de Dorothy en el Mago de Oz. Así que nuestro vínculo indestructible se empezó a plasmar en un gesto y un sonido. Caminaba por mi casa repiqueteando las chanclas en el suelo de baldosas: clas, clas, clas. Todo el día: clas, clas, clas clas. Variaba la tonadilla de vez en cuando, hacia mis propios arabescos sonoros o mis peculiares danzas exóticas. Zapateaba con las chanclas de estar por casa. Al poco tiempo mis padres empezaron a odiarlas. No los culpo, si yo no hubiera estado fascinada y no hubiera sido la poseedora del absoluto control de ese comportamiento, también las habría odiado. Pero a pesar de sus continuas quejas, yo no podía dejar de hacerlo:

“!Liliana! ¡Por el amor de Dios, deja de hacer eso!” Gritaba mi madre desde la cocina.
“¿El qué?” Le respondía yo. Y es que siempre he sido muy respondona.
Hay un vídeo de mi infancia donde salgo con las chanclas. Mi control sobre el zapateo con esas chanclas y el exhaustivo uso que de ellas hacía, me llevaron a convertirlas en parte de mi lenguaje con los demás. En ese vídeo aparezco yo en casa de mis abuelos, llevo las chanclas, toda la familia está reunida en la cocina. Están pendientes de mi abuelo y de mí. Mi abuelo me regaña, no consigo recordar lo que me dice. Mi padre me mira, espera una respuesta a los reclamos de mi abuelo; y yo, que los miro a los dos, intentando comprender el porque de la gravedad, me giro y espetó unos repiqueteos tremendos mientras salgo de la cocina dándoles la espalda. Incombustible.

domingo, 13 de julio de 2008

EL GATO PINTADO

Cada vez que tengo la oportunidad de llevarme a alguien a casa pasa lo mismo: tu cuadro. Pienso en tu cuadro colgado sobre la cabecera de la cama y todo se detiene. Ya no puedo. No puedo llevarme a nadie conmigo y me voy.
Podría quitar tu cuadro de ahí pero me resisto a hacerlo. Es el recuerdo más palpable que me queda de nuestra relación y quitarlo sería negarme algo importante. No es que quiera frenar el futuro y usarlo como escudo protector ante los próximos hombres que me encuentre. Es más bien, la sensación que mientras no pueda ver a ese cuadro sin nostalgia, no habré superado nuestra pérdida. Y mientras no la supere nadie merece estar conmigo y llevarse parte de este naufragio. Por eso sigue ahí. He quitado todos los demás; todos los que hiciste antes de conocerme y que inundaban mi casa con tu presencia, sobretodo con esa parte de presencia tuya que yo odiaba tanto. En cambio, ese merece estar donde está, aplastándome la cabeza cada noche, llevándose cada día una de mis primeras miradas al exterior. Tal y como tú hacías. Debo olvidarte, pero no a fuerza de esconder tus recuerdos, sino de superarte. El desastre que hemos sido ha hecho una profunda herida en mi corazón que aún parece lejos de sanarse, pero que de todas maneras, tendrá que sanar. Es por eso que me limito a dejar salir las cosas de mi cabeza y de mi cuerpo sin huir del dolor que eso supone. Porque dejarte salir de mí, me sigue provocando un dolor insoportable.
-¿Por qué?
-Porque no me van a preguntar.
-Da igual, salúdalos de mi parte.
-¿Qué quieres que les diga? No hay nada que decir.
-¿Ah, no? Saludar a los suegros.
- No. Las amantes no tienen suegros.
- ¿Por qué no?
- Porque no existen.
-Tú estás aquí, eres real.
- Pero soy un secreto. Solo soy real para ti… para los dos.
- Mientras sea tu amante no tendré parientes, al menos tuyos.