viernes, 21 de noviembre de 2008

el lobo estepario


Eres como un Lobo Estepario. Solo te juntas para procrear. – Casi no podemos mirarnos a los ojos, pero estoy segura que él me está clavando la mirada tanto como yo a él. De vez en cuando, las luces de Navidad de la vecina me permiten ver con más claridad, entonces trato de buscar algo en su rostro, algo que me haga comprender que es lo que él busca exactamente. ¿Ah sí? Sí, no te creo cuando dices que si tuvieras hijos nunca los dejarías al otro. Estoy seguro de que tú los abandonarías con más facilidad. Ciertamente no se anda con rodeos. Siempre le digo que es un kamikaze, y él lo reconoce. Trato de pensar en lo que me dice, de no buscar que es lo que quiere decir cuando me dice eso, que es lo que pretende él, qué efecto dramático busca en mí o aún peor, cómo se aprovecharía él de esa hipotética situación si jamás se convirtiera en realidad. Pienso, me concentro. Puede ser. Hay dos escenarios opuestos: y en los dos soy esclava. Inmediatamente se me resbalan dos lágrimas, no por lo que él me ha dicho, sino por lo que yo acabo de decir. En una profunda parte de mí sé que tengo toda la razón y me aterra. En mi mundo futuro la única forma de salir de la esclavitud es no tener hijos. No haberlos tenido nunca. Sé Este último pensamiento una Lili futura lo formulará en algún momento, y me odio por los pecados que aún no he cometido. Por eso lloro más y entonces él puede ver el sendero mojado que brilla con los colores de las luces de Navidad de la vecina. Le dejo el tiempo justo para que pueda verlo con claridad y luego le doy la espalda. Me abraza por detrás, ¿Estás llorando? - Sí. Perdón, no quería ofenderte ¿Me perdonas? – No me has ofendido. Y aunque sé que sí, que sí querías provocar en mi este llanto, que te lo concedo como un parte más de nuestra realidad trágica que tanto nos gusta, no me has ofendido. No eres tú, soy yo. Y aunque tal vez en realidad si quisieras ofenderme – yo no creo conocerte de siempre, pero te intuyo – no me ofendes. Me haces admirar el profundo pozo de petróleo que brilla en ti y que esconde esa basta inteligencia que no sé todavía hacia donde va.

domingo, 16 de noviembre de 2008

siesta de sábado

Estoy tumbada en su cama. Miro el techo escarapelado, la pared quemada por el lugar por donde aparece el cable y cuelga la bombilla desnuda. Los trozos de yeso penden tranquilamente sobre nuestras cabezas. “Algún día se nos caerán encima mientras dormimos” pienso. Y me acuerdo de que seguimos en la cama, dormimos. Me he despertado a mitad de siesta sin ser consciente. Me doy cuenta de que esta pequeña vigilia no durará mucho. El letargo de hoy nos tiene atrapados. Sigo observando. Dos toallas que cuelgan de la ventana, una de cada lado. A veces las usa de cortinas, cuando no quiere que entre el sol o que algún vecino nos vea. Ahora da igual, están colgando y puedo ver sus contornos deshilachados por el uso. Todo aquí está tremendamente usado.
La música sigue sonando. No sé que es. Música clásica. No molesta. Cerca de su nuca, al otro lado, la luz roja del contestador automático parpadea. Así está desde ayer. “No han dejado mensaje, colgaron” – pero la luz roja sigue parpadeando como si allí hubiera algún mensaje guardado, esperando. Desconfío y esa lucecita roja me lo recuerda. Infinidad de libros y películas nos rodean. Apenas hay espacio para meter los pies entre ellos y la cama. A pesar del uso y el desorden la cama es cómoda, muy cómoda. Tan cómoda que me permite dormir más de 12 horas sin sentirme culpable. Él sigue tumbado. Durmiendo. Dice que yo no podría observarlo mientras duerme. “¿Tú crees?” le contesto con tono desafiante. “Sí, tengo el sueño demasiado ligero. “ Pero se equivoca, como cuando me dice que no soy tan fuerte como me gustaría. Soy tan fuerte, que a veces me gustaría ser débil.