jueves, 8 de enero de 2009

De puntitas

¡Liliana, por el amor de Dios, pon los talones en el suelo!” Me decía a mi misma hoy en el gimnasio. Si hubiera estado mi madre y pudiera leer los pensamientos, nos habríamos mirado a los ojos y después nos hubiéramos descojonado de risa. ¿Cuántos años me había dicho ella y había tenido yo que oír, Liliana pon los pies rectos!? Por lo menos 7 años consecutivos. Y digo esa cifra porque me es imposible cuantificar cualquier hecho de la infancia, pero durante muchos años tuve que escuchar a mis padres diciéndome que no torciera el pie, que no lo metiera pa’ dentro, que me fijara en como caminaba, y un sinfín de expresiones más al respecto. No es que el día de hoy yo estuviera corrigiendo un defecto grave, simplemente es que si me paso la clase haciendo los ejercicios de puntitas, me canso más y me veo peor en el espejo. Pero el regaño íntimo que me hice me trasladó a mi infancia y a mis pies torcidos. Por culpa de una rebeldía física: mi pies se empeñan en poner las puntas hacia dentro, me pasé mi infancia con la cabeza gacha controlando mis pies o con la cabeza alta levantándome del suelo. De niña durante al menos 1 año tuve que dormir con un aparato en los pies; dos zapatos estilo Remy pegados a una barra de metal de unos 70 cms. Una vez ponías los pies en ese aparato ya no podías unir las piernas ni torcer los pies, estabas obligada a dormir boca arriba y con los pies abiertos o bien de lado y con un pie en el aire que se acabaría quedando sin sangre tarde o temprano. Esa parte de mi torcedura sí era un auténtico suplicio. Recuerdo haberme despertado desesperada en mitad de la noche gimiendo por un cambio de posición en la cama. Había partes que también dolían, por ejemplo, si corría, mi pie derecho se torcía tanto que el izquierdo acababa tropezándose y los dos terminaban cayéndose y en consecuencia, yo también. Así me hice muchas heridas en esos años. Durante un tiempo mis padres me obligaron a cambiarme los zapatos de pie; o sea, el pie derecho en el zapato izquierdo, y el pie izquierdo en el zapato derecho. Así mis pies seguirían una pauta más abierta… aunque bien hubieran podido convertirse en los primeros pies transvertidos de la historia. La cuestión es que en algún momento se arregló, después de mucho insistir conseguimos que mis pies entendieran que la dirección correcta era otra, y que aunque estuvieran enamorados el uno del otro, no debían mirarse en pro de un futuro mejor. Y ahora al menos solo camino de puntitas en el gimnasio, un mal menor.