jueves, 2 de julio de 2009

Llueve en el mar

-Siento que tal vez hemos sido condescendientes. No en todo, claro, pero sí en lo más importante. Por otra parte ¿cómo hacerlo? Me refiero, a ¿cómo conseguir ser y compartir sin ser condescendientes?

Él permaneció mirando al mar que lejos de ser un mar cristalino y transparente como en las fotografías de los folletos, era un mar negro y agitado, con una superficie estucada por las gotas de lluvia que lo salpicaban constantemente. En la piscina del hotel no había nadie, solo cuando una tumbona voló por la agitada ventisca, un empleado salió corriendo y lo cazó. Rápidamente volvió a las entrañas del hotel.

-Las entrañas del hotel –dijo él.
-¿Qué?
-No lo sé, de pronto pensé en eso.
-¿No me estás escuchando, verdad? Para variar…
-Sí, pero era muy abstracto lo que decías ¿Qué te puedo responder?


En ese momento llamaron a la puerta de la habitación. Los dos se giraron, miraron la puerta y luego se miraron entre ellos.

-Abre tú.
Él no respondió.
-Por favor.

Con visible pesadumbre se dirigió a la puerta y cuando tuvo el manubrio en la mano suspiró con fuerza antes de girarlo para abrir la puerta.

Un camarero completamente desnudo, flaco, casi sin pelo en el pecho y unas caderas que bien podrían haber sido de una niña de once años, entró cargando una bandeja y un tripié para sostenerla.

Bueno días – sonrió el camarero, mientras en una perfecta ejecución ponía la bandeja sobre el tripié y luego los platos sobre la mesa de la habitación.

Marion y Jeremías lo miraban con cara de poca familiaridad y cierta vergüenza, evitando todo el tiempo que la vista se desviara hacia alguna de las partes intimas del camarero.

-¿Necesitan alguna otra cosa?
-No, gracias.
-Muy bien. Les informo que debido a las circunstancias atmosféricas, que esperemos que pronto remitan, hemos organizado una tarde de juegos en la sala de conferencias.


Marion y Jeremías, no alcanzaron a responder.

-A partir de las 4. Por si gustan.
-Gracias.
-Gracias.


Segundos después de que el camarero hubiera cerrado la puerta los permanecían en la misma posición. Jeremías miraba los platos del desayuno perfectamente ordenados sobre la mesa de cristal y Marion miraba hacia la puerta cerrada.

-Todavía no puedo creerlo. ¿Seguro que no decía nada, verdad?
-Te lo juro, lo hubiera visto.
-¿Todavía no responden? – preguntó Marion con un aire de cierta esperanza.
-No, deben estar en algún balneario nudista relajándose.


El cuerpo de Marion volvió a desinflarse como si fuera una colchoneta barata. Se giró para mirar de nuevo por la ventana, fuera nada había cambiado. El viento seguía arrastrando el agua del mar y la lluvia seguía golpeando el agua marina. De una forma u otro todo estaba mojado y como todo estaba mojado, todo era incómodo.

-¿No quieres comer?

Marion se dirigió a la mesa. Jeremías le retiró la silla y se la acercó pretendiendo ser un atento caballero, luego le tendió su servilleta. Los platos parecían perfectamente normales, incluso tenían buen aspecto, parecían tan corrientes que eran sospechosos. Nada en ese hotel les podría resultar de fiar. Empezaron a comer.

-No me puedo creer que nos esté pasando esto. Es tremendamente surrealista ¿no crees? Quiero ver la cara que van a poner Jorge y Javier cuando les contemos esto.
-Sí, nunca había imaginado una situación así. ¿Crees que estamos mal?
-¿Qué quieres decir? – le preguntó Jeremías, intuyendo que esa pregunta era como un caramelo con centro líquido y el líquido no era otra cosa que la ponzoña venenosa que venía atormentando a Marion desde esa mañana.
-Pues que no debería ser tan grave.
-Es grave, porque jamás pedimos venir a un hotel nudista.
-Sí, en eso tienes razón. Pero, una vez aquí, en estas circunstancias, no debería ser tan grave. ¿Por qué nos resulta tan espeluznante todo esto?
-Porque no estamos acostumbrados.
-¿Seguro? Yo te veo desnudo un 40% de nuestro día, yo me veo desnuda al espejo cada día, incluso me gusta mirarme, ver si me ha salido algún grano nuevo, si la barriga está más plana. Me gusta investigar mi cuerpo desnudo.
-Pero son nuestros cuerpos. Es nuestra intimidad. No las de cualquiera.
-Sí, pero solo son cuerpos desnudos, y para nosotros son como amenazas de bombas nucleares.
-Estás exagerando.
-Yo no puedo salir al pasillo y ver todo esos cuerpos desnudos entorno a mi. Me provoca angustia.
-Puede que sea porque nosotros vamos vestidos.
-Puede.

Marion en bikini estaba recostada en el sofá, leía un libro, Jeremías tumbado en la cama tenía la vista fija en la televisión. La tormenta había cedido a una llovizna tranquila y detrás de sus miradas, en la ventana se podía ver un arco-iris formado en la lejanía. Cuando el sonido de la televisión lo permitía se dejaban oír las voces y los gritos de júbilo de los huéspedes que participaban en la tarde de juegos del hotel. Así pasaron un rato, hasta que por fin, el arco-iris y los gritos les obligaron a volver a la vida.

-Vamos a dar un paseo.
-¿Con la lluvia?
-Casi no llueve, además hace calor, será agradable.


Marion dudó unos instantes.

-¿Cómo podremos evitar la sala de juegos?

-Debemos bajar hasta el estacionamiento y salir por ahí.
-Está bien.


Marion dejó el libro y tomó un pareo que tenía cerca, Jeremías apagó la televisión, bajó de la cama y estiró los brazos haciendo sonoros bufidos.

Las puertas del ascensor se abrieron y los dos salieron silenciosamente al estacionamiento, a penas un par de coches familiares cargados con bicicletas y las ruedas llenas de arena, dormían ajenos a cualquier actividad humana. Sin hacer ruido se dirigieron a la salida donde los despidió el vigilante, que también desnudo, sentaba sus posaderas y su barrera en un estrecho taburete, sudada copiosamente y dormitaba ante un pequeño televisor.

No habían calculado que salir por el estacionamiento implicaría tener que entrar a la playa por otro lugar, así que se vieron obligados a traspasar un par de manglares terrestres y a mantener el equilibrio para bajar una duna que desembocaba en la arena de la playa.

La leve lluvia les mojaba el cuerpo y los mantenía como si hubieran salido de la ducha. Solo de vez en cuando tenían que pasarse la mano por lo ojos para despejar el exceso de agua de los párpados. El pelo se les humedecía lentamente y la arena seguía siendo fina como harina, solo que ahora estaba completamente fresca.

-Qué agradable. – dijo Marion, con una inusitada felicidad.
-¿Te gusta?
-Sí.
-Me alegra.


Marion se giró y le sonrió. Jeremías apartó los pelos mojados de la cara de Marion y se los escondió detrás de la oreja.

-¿Qué deberíamos hacer?
-Tengo la sensación de que ellos están ahí para demostrarnos a nosotros cuantas cosas escondemos.
-Puede ser. ¿Quieres regresar desnuda al hotel?
-No por favor.

Los dos rieron.

-Pero tal vez lo importante no sea lo que queremos.
-Lo que quieres.