lunes, 1 de junio de 2009

La Fábrica


Han tenido que pasar muchos años para que me diera cuenta de esto: las sirenas del pueblo regían nuestras vidas. Nuestros hábitos y horarios estaban configurados por una fábrica. La Fábrica, así llamábamos a ese monstruo humeante y ruidoso del que todo provenía. Ahí pasaban nuestros padres la mayor parte de su tiempo, mientras las niñas y los niños crecíamos alrededor de sus muros y al compás de su sirena. La Fábrica encerraba un misterio que era la vida de nuestro padres. Otra vida les aguardaba allí dentro y nosotros no sabíamos nada de ésta más allá de las batas verdes de nuestras madres y los pantalones de tergal azul oscuro de nuestros padres. La Fábrica nos dejaba el cansancio de los domingos y la pelusa acumulada en los rincones del piso. Nuestras tardes se convertían a veces en aire cargado de azufre o de productos químico con nombres impronunciables. Ahora nada de esto existe, los muros abandonados de esa fábrica son un recuerdo de tiempos mejores, la reminiscencia de una actividad que ha ido poco a poco dejando al pueblo con su soledad medieval llena de espectros que de vez en vez caminan sus calles.