lunes, 19 de diciembre de 2011

Siempre sucede

He recorrido las calles de este polígono solitario buscando algo apropiado que traerles de comer, sólo he conseguido el par de sopas de pistones más caros que existen; pero las he traído con todo esmero junto con dos aguas de litro y medio, dos zumos de melocotón –siempre me parece el más consistente – y muchas servilletas. No han comido mucho, pero me satisface que al menos lo hayan hecho un poco. He limpiado los platos en el baño y los he secado con papel del wc. Luego he ido por un par de aspirinas efervescentes y me he encontrado sin nada más que hacer o decir.
Ahora, de vez en cuando, giro la vista y encuentro la mirada de mi abuela, pero ella no me ve. Está sentada en el sofá, vestida de riguroso luto y ve hacia el frente traspasándome aquí donde yo escribo improvisadamente en el ordenador. De vez en cuando se toca la mejilla o la barbilla, creo que en esos momentos piensa o recuerda algo. Me gustaría preguntarle el qué; pero como tengo miedo de que sean los íntimos recuerdos de una vida en común, no lo hago ¿cómo queda el superviviente de una vida en común de cincuenta años? No tengo dentro suficiente sufrimiento para imaginarlo. Es algo que los de nuestra generación no viviremos. Un abismo.
Poco a poco me dan ganas de llorar, al fin soy su nieta, aunque sea la más grande de todas. Pero no saldrán, como no salen en las circunstancias importantes. Me trastoca el recuerdo de las últimas horas de su existencia: durante el día se había trasladado al garaje, que era como su sala de estudio y lectura, allí, en solitario, había repasado una vez más los pasajes del guión que hizo durante el rodaje de la película hace ahora casi un mes. Mi abuela lo encontró concentrado en la lectura y le preguntó ¿por qué? y él le contestó que si tuviera que repetirlo – se refería a actuar su secuencia – ahora no se hubiera equivocado ni en una sola línea. Le obsesionaba la idea de la perfección. Siempre le había obsesionado. Durante varios días después de la filmación seguía comentando que el acontecimiento le había gustado, a pesar de sus negaciones iniciales y de la interrupción la rutina que suponía la filmación, finalmente llegamos a una aportación mutua en la experiencia, la última cosa que intercambiamos, de una serie tan corta de intercambios que se pueden contar con los dedos de una mano. Poco después se desplomaba en el suelo de la cocina. Rápido y sin dolor. Poco después sonaba el móvil y mi hermana me contaba entre sollozos melodramáticos lo sucedido. Horas más tarde yo tomaba tren y una hora más tarde estaba casi aquí.