domingo, 3 de mayo de 2009

Una mujer bajo la influenza

Puedo escribir muchas cosas bonitas sobre este episodio de mi vida, qué paradoja. Y eso, que la epidemia ha conseguido ponerme verdaderamente nerviosa, sobretodo el primer día de escándalo. Estábamos en casa y mi novio se puso enfermo: vomitó, tenía fiebre, diarrea. Los primeros días del estallido buscabas en Internet cual era el cuadro sintomático de la gripe porcina y una correlación interminable de síntomas aparecían en la lista. Desde fiebre a escalofríos pasando por vómitos y diarrea. Y nosotros en casa con el termómetro bajo el brazo y esperando que la cosa se pusiera peor. Una amiga me llamó por teléfono. ¿Has visto lo que está pasando? – Sí Le conté como se sentía mi novio. ¿Llevas una mascarilla puesta, me imagino? –No. Si está contagiado ya es tarde para eso ¿no crees? – No, por supuesto que no. Los virus no son tan predecibles ¡ponte una mascarilla! Colgué el teléfono y el termómetro marcaba fiebre. ¿Será que de verdad tendré eso? ("eso" era para nosotros en ese entonces, antes de ser la gripe, la porcina, la influenza) – No lo sé. Mireya dice que debería llevar mascarilla si tu te encuentras mal –dije tímidamente. Él se levantó y tomo una de las mascarillas, me la entregó: Tiene razón, póntela. En ese momento, las 11:00 de la noche, llamaron mis padres, estaban alarmados, en España las noticias eran terribles, para ellos, la Ciudad de México era un hervidero de virus del que se debía huir inmediatamente. Y yo con la mascarilla puesta al otro lado del teléfono: ¿Tú te sientes bien, verdad? – Por supuesto, mamá. ¿Y no has estado cerca de nadie que tenga síntomas? –me preguntó mi padre. Miré a mi novio. No, nadie. Aquí está todo bien. Colgué el teléfono, estaba exhausta de tanto pensar en lo mismo, de mirar Internet cada veinte minutos para ver si algo nuevo y determinante (¿Determinante de qué? – pienso ahora) aparecía. Me sentía ridícula e inconforme con la situación; estaba usando una mascarilla dentro de mi casa para protegerme de mi novio. Aislada. Finalmente ese día él tomó la decisión de irse a dormir a su casa. Yo me quedé en la mía, sentada en la cama, tratando de leer, de vez en cuando volteaba la vista al móvil que estaba en el suelo. Una oleada de temerosa adrenalina me subía por el esófago. Que todo esto no sea más que otra gran mentira – rogué para mi. Esa noche fue un martirio. Después y sin ningún síntoma, la cuarentena no ha sido nada más que un receso de clausura pero con pecado concedido.