martes, 9 de octubre de 2012

A veces las noches me hacen escribir episodios de novela negra.


                - A mi casa.
             Me dieron ganas de reír.
-           - ¿No te acuerdas? Es la primera pregunta que me has hecho.  
-           - Sí, es cierto.
 -          - En un mes me voy a vivir a París.
            Entonces yo pensé en Yiannis, mi amigo que desde hacía un mes vivía en París. Sentí nostalgia de su
            compañía, de los paseos por el Borne a medianoche, de Waikiki.
 -          - Llevo diez años en Barcelona. Esta ciudad ya me ha dado lo que tenía que darme.
            Afirmé con la cabeza. Mi vida en México, el Popo y el Itza a lo lejos cada mañana.
 -          - ¿Qué piensas de Barcelona? ¿Eres de aquí?
 -          - Barcelona es una jaula de oro.
            Se me quedó viendo el poco tiempo que sus ojos mareados por el alcohol le permitían enfocar un   punto determinado. Tuve que desacelerar el paso, continuamente lo dejaba atrás. El alcohol le hacía caminar lento, muy lento.
 -          - Es bonita. Tiene unos paseos hermosos, el clima es agradable, la gente es amable y siempre hay algo   que hacer en sus calles. Sin embargo, es difícil económicamente vivir en ella y los catalanes no son tan cosmopolitas como pretenden. Su burguesía me carga.
-            - Es un buen resumen.
 -           - No existen los resúmenes buenos, una siempre se deja algo.
              Sacó otro cigarrillo. Por primera vez me fijé en su ropa. Llevaba una camisa tejana que jugaba con        unos botones rojos y blancos, un jersey de lana abierto, unos pantalones casuales pero con esa línea que no permite que se alejen demasiado de la formalidad y unos zapatos negros que me llamaron la atención por estar lustrados y brillantes. A pesar de su borrachera no se había mojado los pies en ninguno de los múltiples charcos de pis que abundan por las calles del centro a esa hora de la noche.
- Soy arquitecto – me dijo – chileno.
Afirmé con la cabeza.
- Mi padre formó el MIR, en chile. Y nos jodió a todos la vida por eso.
Reflexioné. Hay que ser valiente, pensé, la vida es tan corta para dejarse cosas por hacer. Lo dije como quien habla de un dolor que no ha vivido.
- Supongo que si quieres hacer algo debes hacerlo y vida sólo hay una, así que tu padre también fue valiente.
- Le hubiera encantado oírte, sí… valiente y un cabrón.  
- He vivido en Chile, luego en un pueblito en Lleida cuando nos exiliamos, después Argentina, Cuba, París…
- Te quejas, como si fuera mejor vivir en un lugar toda la vida.
Volvió a intentar enfocar la vista, ahora me doy cuenta de que estaba tratando de descubrir de donde era yo.
 ¿Dónde vas?
 A mi casa.
- Sí, es verdad. ¿De dónde eres? ¿Eres chilena?
        Me reí.
      - No el chileno eres tú.
      - ¿De dónde sale tu acento? ¿De dónde eres?
             -  A mí la identidad me tiene dividida. Pero no me mires así, lo prefiero. Ahora vivo aquí.
Sólo a un extraño puedes contarle las cosas así, el miedo al juicio se hace más diluido, no hay confianza que traicionar, amistad que conservar o intereses que cuidar. Las cosas, tal como son, tal como las vives.
Lentamente subimos Rambla arriba entre turistas borrachos, pakistaníes que nos ofrecían el mundo a nuestro alcance, las putas que cuidaban esquinas y el agua de la brigada de limpieza pisándonos los talones. Nos desviamos por Hospital, su intención era llegar al Apolo, una discoteca al otro lado del Raval; como yo igual tenía que atravesar la zona fuera por arriba o por abajo, decidí ayudarle en su camino y acompañarle por abajo hasta el punto en que la ruta nos dividiría.
- ¿De dónde vienes?
 De mi casa.
- Ah, y ¿en tu casa te pusiste así?
- ¿Así cómo? – me respondió sorprendido -.
 Así de borracho. Porque estás borracho.
- Bueno… debajo de mi casa hay un bar.
- Ah… ¿Así que estás saliendo solo?
- Sí.
Me miró como si se sintiera juzgado.
- No me parece mal – traté de arreglar.
Un vagabundo nocturno; me vino a la cabeza. En cierta manera yo también lo era. Mi noche había sido un recorrido paria acompañado de personajes inciertos. Había empezado con un amigo reciente que había resultado pretendiente sin éxito y cuando estábamos terminando de comernos los postres Quim se había cruzado por delante de los cristales del restaurante de Lucio hacía el Harlem, ahí el nombre forró me arrastró con él a la pista de baile de ese pequeño lugar a medio iluminar y de concurrida asistencia brasileña. Sudé, siempre sudo cuando bailo. Me aprieto, cierro los ojos, dejo que mi cadera se cuelgue sobre la de ellos para dejarme llevar en el balanceo lento del forró. Cuando Quim se puso demasiado insistente decidí irme. No quería su lengua en mi oreja, me dejé vacilar sólo para poder decirle un par de veces más que no, que no quería. Quería castigar su arrogancia masculina. Quería castigarlo por tratar de desacralizar lo que yo y su mejor amigo habíamos tenido. Era como si todo aquello no hubiera sucedido. Ya era tiempo de minimizarlo, pero esa noche tu nombre se paseó por todas las bocas, esa noche tu nombre incluso estuvo escrito en el mantel de mi mesa, sin plato que lo cubriera, escrito por el boli de tu amigo. Y cada vez que alguien lo repetía, Quim me miraba de reojo mientras yo fingía no sentir nada. Nunca dije nada ¿qué voy a decirles? ¿qué no entiendo? ¿qué no se nada de ti desde hace más de un mes? ¿qué me robaste la amistad por una noche de amor que yo ni tan siquiera quería? Yo, que tardé en aprobártela, en darte el visto bueno más de cuatro meses desde que empezaste a insistir.
- Las moscas en Europa son más tontas que en Latinoamérica.
Su comentario me sacó del pensamiento ¿las moscas son más tontas en Europa?
- ¿Las moscas son más tontas en Europa?
- Sí, está comprobado. Tú en Chile o en Argentina no puedes cazar una mosca al vuelo, no se dejan. En cambio aquí, zas!
Dio una palmada ruidosa al aire imitando el gesto de atrapar una mosca entre dos palmas, una segunda palmada, una tercera, para la cuarta, ya me había parecido que el cuento se estaba poniendo bizarro.
Esa vez tuvo mi cara por toda respuesta, y un – mira – cuando me pareció que el silencio se ponía peligroso.
- ¿Fumas?
 Sí.
- ¿Quieres?
Sacó otro cigarrillo.
- No, gracias, no tengo ganas de fumar.
- Y continuamos caminando. Su lentitud era irritante.
- Una vez me caí desde una altura de veinte metros. Toda mi vida pasó por delante de mí. Toda.
- ¿En serio? 
- Toda. Es que es muy fuerte.
- Eso dicen.
- Hubo un silencio.
 ¿Dónde vas?
 A mi casa y no quiero fumar, gracias.
Era un personaje solitario que no me atraía en lo más mínimo como hombre. Lo que me atraía de él - lo que permitió nuestra conversación - era la idea de una conversación ajena e imprevisible, era la idea de alejar las ideas de mi cabeza, de alejar la lengua de Quim de mi oreja, la mano de Mario sobre mi rodilla, tu nombre de mi cabeza. Todo tiene su fin.
- Creo que aquí nos separamos. Yo voy para arriba, tú vas para abajo.
- Te acompaño hasta tu casa.
- No creo. Tú vas muy lento y yo tengo un largo camino de regreso.
- Me gustaría volver a quedar contigo.
- Dirás quedar. Porque antes no habíamos quedado.
- Eso.
- ¿Me puedes dar tu teléfono?
- Sí.
Sacó el teléfono. Como era incapaz de atinarle a las teclas correspondientes, me tomé la libertad de insertar mi nombre en su agenda.
- ¿Lili?
- Sí.
- Adán.
Nos estrechamos la mano.
-