martes, 17 de noviembre de 2009

Niños con coche en una tarde de verano

Era el verano en que corríamos con las ventanas abiertas y el mismo disco pasado de moda a todo volumen. Teníamos los codos rojos por el sol y en la cara una sonrisa de quien desconoce la vida, nos pasábamos el día dando vueltas y viendo a las turistas rubias andar las calles. Suponíamos que algo debiera pasarnos en ese transcurrir. Pero ese verano no pasó nada. Tal vez alguno de nosotros perdió la virginidad pero no se lo dijo a los demás. No fui yo. Lo pensé muchas veces, lo pensé sobre los cuerpos de todas las turistas, pero no fui yo. Tampoco murió nadie. Y nosotros tarde tras noche corríamos las calles escuchando la misma música. Daisy nunca quiso subirse al coche. Casi ninguna quería subirse al coche. Habíamos logrado esa prepotencia de la que tanto nos jactábamos solo que sobre el objetivo equivocado. A veces, cuando dormitaba con la chela entre mis manos, soñaba estar en un cortejo fúnebre, pero como ese verano no murió nadie, el muerto solo podía ser yo; y me dedicaba sin miedo a ver las calles repetirse sin cansancio con los ojos entrecerrados. Incluso tengo la sensación de haber muerto un poco después de ese verano.
Daisy si lees esto: todavía puedes subirte al coche.