sábado, 25 de octubre de 2008

llueven mangos

Una pide mangos y le llueven mangos – me dice Alice por mail. Tal vez tenga toda la razón, pedimos cosas a manos llenas pensando que el destino es incorruptible y que nunca obtendremos lo que pedimos. Esa suposición de imposibilidad nos hace libres del miedo, no creemos que nos den lo que anhelamos, pero tampoco las consecuencias que esos deseos podrían traer. Y resulta que un día te levantas por la mañana y los mangos que habías encargado tres años atrás están bellísima y perfectamente empacados en la puerta de tu casa con una nota de entrega: Para Liliana. Los mangos.
Zas. Los mangos, caray. ¿Y ahora que hago yo con los mangos? Es un chiste del destino. ¿Qué pasará con los anhelos de la semana pasada? - me pregunto.
Resulta un hecho muy curioso de todo esto: descubrimos que hay sentimientos verdaderos dentro de nosotros. Ajá. ¿O no hemos pensado todos, después de cierto tiempo, que nuestros sentimientos hacia alguien habían sido una mera ilusión, un espejismo? Pues resulta que dentro de todos esos sentimientos que pasamos a la maleta de viaje, hay algunos que fueron ciertos, tan ciertos que cuesta creer que los podamos dominar. Parecen entes autónomos con derecho a existir. Y aunque pongamos muchas oposiciones, miedos, experiencia y lógica sobre ellos, estos florecen sin reparos, alimentados por esos mangos que creímos que nunca iban a aparecer. Tres años después esos sentimientos vuelven a aparecer como lo hicieron la primera vez, y entonces no me queda más que admitirlos y aceptarlos, comerse los mangos a manos llenas, como quería. ¿Qué resultará de todo esto? No lo puedo responder. No puedo saber. Tal vez esté en este instante pidiendo cosas que lleguen en unos años para cambiar mi vida de nuevo.

lunes, 20 de octubre de 2008

la fuerza centrífuga

El sábado por la mañana me desperté como muchas otras veces serpenteando. Tratando de buscar con mis nalgas un hueco en la cintura del otro. Una vez empiezo, y siempre que tengo ganas no puedo evitar empezar, no sé parar. Y así me encuentro en un espiral del que una no puede salir tan fácilmente. Estaba yo el sábado por la mañana, tumbada en la cama, con los ojos cerrados pero ya casi despierta, pensando en que debería parar lo que estoy empezando. Pero no puedo hacerlo, me cuesta resistirme, aunque me doy cuenta que la persona al otro lado no reacciona, lo cual, en estas circunstancias equivale a una rotunda negativa a mi propuesta de que seamos dos lagartijas. Es como si dejarme extinguir no fuera suficiente para detenerme. Podría sentirme mal por ello - pienso. Podría sentirme despreciada por hacer lo que estoy haciendo, prácticamente a solas. Pero ninguno de esos sentimientos me viene al corazón. Simplemente deseo, y eso, lo inunda todo. El deseo es egoísta. Me concentro en el placer que produce estar en contacto con una piel desnuda amable. Pero él se aparta. Definitivamente, no quiere. No quiere que encuentre el hueco donde acurrucarme a mi y a mis nalgas. No trato de pensar porque, ya sé porque, y no tiene nada que ver conmigo. Me gustaría poder pasar por encima de esos porques y pisotearlos hasta hacerlos añicos invisibles. Pero parece que no voy a poder. Cada héroe lleva su condena. La fuerza visible no es más que la victoria de los demonios internos de cada uno. Y él tiene derecho a tenerlos tanto como yo o cualquier otra persona. Así que para detenerme me verbalizo: por favor, levántate o no voy a poder dejar de serpentear. Y en el gesto de hacerlo, se cae al suelo. La persecución lo había llevado hacia el extremo de la cama y finalmente, había caído. Impagablemente ridículo – pienso. No él, sino la persecución a la que lo he sometido. Me tiraste de la cama – dice. De tu cama… - le contesto. Y ahora que le veo bien la cara puedo darme cuenta de que está sufriendo, y me siento mal. Me molesta convertirme en una presencia incómoda. Recojo mis cosas rápidamente mientras él se ducha – a mi no me ofrece ducharme – detalle, que aunque no hubiera aceptado, no se me escapa -. Sale tan rápidamente de la ducha que yo apenas me estoy poniendo los zapatos. El hombrecillo lucha contra el tiempo o contra el tiempo que aún le queda conmigo. En la puerta de su casa me despedí diciendo que iba a desayunar algo. No esperaba que me acompañara, ni debió haberlo hecho. La culpa mueve las manecillas del reloj del Conejo de Alicia. Entramos en el restaurante vacío y frío, nos dieron un expresso que no era expresso, y unos huevos a la cazuela que no eran a la cazuela, en sintonía con nuestra mañana que tampoco era mañana. Nos sentamos a comer incómodos, ahora yo también, uno al lado del otro, esperando que la comida nos llenara la boca para no tener que hablar. Y lo hizo durante un rato, aunque no lo suficiente para regalarnos un final feliz. Gracias por los cigarros que has dejado en mi casa - . Menudo comentario. ¿Ese es el resumen de la noche? ¿Gracias por los cigarros? - le contesté. No, bueno, también me lo he pasado muy bien. Me reí. No hace falta que lo digas así, pero tampoco que lo digas de la otra manera. Es que no tengo tanta paciencia. No sonó muy amable. Al cabo de unos minutos cogió la mitad de su bocadillo para llevar y se levantó con la excusa de que tenía mucho trabajo. Me dio un beso bastante largo, seguramente pensando que sería el último que me daría. Pero a las 9 de la noche de ese mismo día, rindiendo un homenaje al destino, ya me había llamado.