Era
la última de siete. Hacía ocho meses que su hermana gemela había muerto y ahora
tenía siete casetas para ella y un jardín desolado marcado por la erosión de la
hierba que había trazado la manada cuando todavía existía. Autopistas de la
melancolía por donde sus amos la veían pasearse una y otra vez. Quedarse la
última era tener la peor mala suerte imaginable. Quedarse la última era como
entrar en un mundo nuevo. Un mundo donde ya no volvería a sentir las cuerdas
del trineo apretándose a su cuerpo durante el ascenso del camino ni la nieve quemándole
los pies. Scali se llamaba y era una preciosa huskie en un pueblo de veraneo.
lunes, 21 de abril de 2014
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