viernes, 6 de febrero de 2009

Sin entierro

Lloré amargamente la defunción de mi padre. Ni siquiera lo llegamos a enterrar y en realidad, si es que existe alguna, él era otro. Pero yo lloré amargamente esa muerte. Durante más de 5 días, durante 8 horas de una noche de frío. Me desperté para ponerme un suéter y después moría mi padre en sueños. No era yo quien lo mataba, era otro, ahora su cara me es irreconocible, pero en sueños era alguien. Yo intuía que él era el asesino, intuía como se intuyen las cosas en los sueños, con esa certeza muda que una sabe con una veracidad concebida sin pecado, como la Virgen María concibió a Jesús, tal vez ella también solo le soñara. El asesino, cuya cara insisto en recordar pero no triunfo, llevaba varias diademas de su hija en la cabeza, yo le tomaba un par de ellas y me las ponía en mi cabello y entonces le decía: unas son hijas, otros son padres. Era una amenaza, los dos lo sabíamos. Y luego volvía al llanto. A la pena profunda sobre el cadáver sangriento, a la tragedia griega de mi inconsciente.

jueves, 5 de febrero de 2009

El declive - cap. 1

Abrió los ojos y por primera vez en mucho tiempo sintió que algo había cambiado drásticamente. Este sentimiento le pasó fugazmente por la cabeza y fue eliminado en seguida porque venía acompañado de una sensación oscura que la ponía nerviosa.
Las estrellas fluorescentes en el techo de su habitación de niña permanecían allí como si el tiempo no hubiera pasado y la capa de ozono siguiera tan limpia y reluciente como 15 años atrás. Entre la Osa Menor y la Osa Mayor, estaba la constelación que ella y su hermana habían dibujado y posteriormente bautizado como Cele una combinación de sus nombres: Cecilia y Leticia. Como todo en casa de sus padres la habitación estaba impoluta y perfectamente ordenada, se adivinaban espacios vacíos en las estanterías, seguramente recuerdos que se habían ido en una de las múltiples visitas que las niñas habían realizado al hogar paterno. Ella misma recordaba haberse llevado una concha de mar que había guardado desde pequeña. Era una concha de mar con una extraña forma, impropia de los moluscos o los corales, pero bella en su deformación. Cecilia la había atesorado desde niña y en una visita, antes de marcharse a L.A. se la había llevado, como si la concha fuera a mejorar en algo su existencia, o al menos hacer compañía a su deformación interior. Más tarde la había olvidado o perdido en uno de sus múltiples traslados. Supuso que había cumplido su papel.
Después de disfrutar un rato del tacto de las sábanas y la quietud de la habitación se levantó. No se calzó, en casa de sus padres el suelo estaba tan limpio que podía ahorrárselo, aunque supiera que en el preciso instante que entrara a la cocina para comer algo su madre le dejaría ir un: “Cecilia, que mala costumbre de no calzarte, vas a coger frío”.

Su madre estaba tomándose un café frente al televisor de la cocina, hacía años que se lo habían prescrito, pero ella seguía sus propias reglas.
Cecilia abrió la nevera con la intención de prepararse un desayuno y al hacerlo descubrió que tendría que poner mucho de su parte para poder sobrevivir con sus padres de nuevo. Todo lo que había en los estantes de la nevera estaba lleno de calorías o carbohidratos, grasas saturadas y millones de ingredientes artificiales que contribuían al aumento de peso que ella no podía permitirse. Menos, ahora que debía empezar de nuevo en esa ciudad, y ya no era una niña. En realidad tenía 35 años, pero bajo su punto de vista, había muchas oportunidades esperándola. Era en esta ciudad donde había dejado a sus antiguos amigos, a los que no había llamado ni una sola vez desde que se fue y a los que despreciaba con la indiferencia en el correo electrónico. También la cadena de televisión que le dio fama y dinero en sus primeros años como actriz estaba aquí. Decir “primeros” era una mentira, porque habían sido únicos aunque Cecilia tratara de clasificar a los años que siguieron como años de estudios de actuación y participación en pequeños papeles como entrenamiento en su carrera, la verdad era que después de esos años de joven ídolo de adolescentes, Cecilia no había logrado nada. Nada más allá de acostarse con productores y esnifar toda la cocaína del mundo. Cualquiera pensaría que es lo que corresponde a una joven actriz que aspira a continuar su carrera, y así habría sido, si en medio de todo esto no hubiera surgido la enfermedad. La enfermedad fue un parte aguas en su carrera y en su vida, después de ella no hubo más que ruina y un declive imparable que todavía no había llegado a su fin.

En su habitación nueva, que en realidad era la que la había visto crecer, Cecilia empezó a deshacer las maletas. Colgó sus vestidos escotados en el armario de color rosa con acabados florares blancos donde antes había estado su uniforme escolar. Sujetadores de todos lo colores, con y sin tiras, todos con espuma que le moldeaban los pechos y los hacían parecer redondos y perfectos. Bragas, medias, los zapatos ordenados junto al armario. Luego salieron las pastillas, los 3 paquetes de pastillas que debían acompañarla a todas partes. Después de mucho tiempo se había concienciado que debía tomarlas. Sin ellas su frágil estado mental no podía regularse y eso le había ocasionado embarazosos disgustos y evidencias públicas. Afortunadamente la gente que los había presenciado ahora quedaba atrás.
Tenía la oportunidad de empezar de nuevo y esas pastillas eran sus mejores amigas y aunque las odiara, porque creía que podían hacerle aumentar de peso, sabía que sin ellas no sería capaz de nada.
Cecilia se puso a llorar, sin dejar de deshacer las maletas se fue al baño a buscar papel higiénico y continuó su tarea. Era algo que le sucedía con frecuencia, estaba en el acto más estúpido cuando de repente las lágrimas la invadían y se ponía a llorar sin poder evitarlo. No encontraba conexión alguna entre las lágrimas que surgían espontáneas como si fueran las dueñas de su persona y lo que sucedía en el mismo momento. Había empezado a sucederle antes de que le prescribieran la enfermedad.

Un día se presentó a un casting para una comedia barata. Recién duchada, se había maquillado intentando tapar las ojeras y su aspecto desmejorado. Había salido de fiesta y aún tenía aliento a alcohol. Mientras esperaba en la sala contigua, ingería uno tras otro chicles de menta. Estaba nerviosa. Ese nerviosismo día tras día, noche tras noche no la dejaba en paz. No era capaz de descansar y mucho menos de concentrarse. Tenía en las manos las breves líneas que deberían ser pronunciadas tras la puerta en su casting. Movía los pies e ingería chicles de menta. El resto de aspirantes parecían tranquilas y seguras de sí mismas. Cecilia leía las frases y las repetía en voz baja. Pero a la mitad, aunque las pronunciara adecuadamente siempre creía equivocarse y miraba el papel. Era incapaz de concentrarse. Entró como siempre aparentando frescura y simpatía, dedicó una sonrisa juvenil a cada uno de los presentes y se colocó delante de las cámaras como si durmiera con ellas cada día. Recuperó un poco la seguridad y por un momento se dijo que podía hacerlo. Empezó sus frases y a mitad, las lágrimas. Imparables, fuera de control. Primero no se dio cuenta, pero después la voz se le empezó a quebrar, tenía las mejillas mojadas y mocos en la nariz. Esa fue la primera vez. Aún no sabía que tan mal iban las cosas.