lunes, 4 de agosto de 2008

nada como la primera vez

Al separarme de su boca lo primero que dije fue: casi me ahogo. Era mi primer beso y ese comentario era tan verdadero como inocente. Él me había encajado en su boca a mitad de conversación, y a pesar que yo había seguido con entusiasmo, no había sabido como hacerlo y creí que era como estar debajo del agua, mientras estás ahí no puedes respirar y dependes del aire acumulado en tus pulmones. Por eso casi me ahogo de verdad y a él no lo conocía. Fue esa tarde en la piscina del pueblo cuando lo vi por primera vez. Venía con una pandilla de chicos mayores que nosotras mirábamos en secreto, atraídas por su edad, por su actitud de hombres de mundo que debían saberlo todo. Yo llevaba mi controvertido bañador estilo años 50. Con rayas azules y blancas en la parte de arriba y azul en la parte de abajo terminando en pantalón. Ciertamente tenía 14 años y la elección del bañador no fue muy acogida entre mis compañeras, pero como yo misma nunca lo fui no esperaba otra cosa. Así que ese bañador merecía ser más mío que nada más. Estirada sobre la toalla boca abajo, esperaba secarme con los pálidos rayos de sol de la tarde que ya estaba por despedirse. Por supuesto que lo vi. Era extraordinariamente guapo. Rubio de media melena, alto, delgado y desgarbado. Todas lo comentaron. Yo preferí no hacerlo, me hubiera sentido ridícula ¿Para qué exponer mis emociones si jamás podría aspirar a plasmarlas?
Aquella noche estábamos decididas a ir a la fiesta del pueblo. A decir verdad no había nada más que hacer en ese pueblo y estar decididas a eso solo significaba cumplir un paso más en la escalera que te lleva a ser un miembro de la reducida comunidad donde vivíamos. Para nosotras era un acto de madurez, de libertad. Pero en realidad no sabíamos que nada tenía que ver con eso, sino todo lo contrario, significaba sumergirse de lleno en el camino que ya estaba dispuesto para muchas de nosotras. Así que con esa ansias adolescentes nos pusimos nuestros mejores tejanos y salimos a buscar la noche, esa que según explicaban todos los cuentos, traía consigo los misterios del carácter de la humanidad. Y podía ser cierto, para mí, lo fue. Pasamos horas sentadas en los bancos cerca del escenario donde el grupo cantaba canciones clásicas acompañadas de algún éxito del verano. En realidad no recuerdo qué hacíamos o de qué hablábamos, pero las horas se iban con una rapidez que nunca he vuelto a experimentar. A la salida del baño, ahí estaba él. Acompañado de los demás chicos mayores formaban un cordón alrededor de la barra del bar. Iba a pasar tratando de no cruzarme con ellos o de no ser vista, pero él ya me había visto, ya me estaba mirando y se acercaba a mi con una decisión que me hacía temblar las piernas y el pensamiento. Para disimular o por el nerviosismo caminé unos metros más hacia mi destino, el banco de chicas de catorce años en una esquina de la plaza de 50m cuadrados, pero era evidente que si yo caminaba y él caminaba íbamos a encontrarnos inevitablemente en algún punto del corto camino que nos separaba. No recuerdo exactamente cuáles fueron sus primeras palabras, recuerdo que entre ellas me ofreció un trago de la cerveza que él llevaba en la mano. “No me gusta la cerveza” respondí. Tampoco recuerdo cómo ni cuando me preguntó por un lugar un poco más aislado. En una plaza tan pequeña como aquella, no había ninguna intimidad y cualquier gesto o alabanza era inmediatamente captado por el resto de los concurrentes, algo parecido a estar viviendo en una comuna hippie pero católica. Supongo que se asustó de esa exhibición o tal vez simplemente quería ir tan rápido como parecía. Lo que me sigue llamando la atención fue mi propia osadía; “sí, aquí atrás si saltamos esa pequeña valla hay un lugar escondido”. ¿Qué tal? Eso respondí, a mis tiernos catorce sin saber más del sexo o del amor que lo que enseñan en los libros o en las películas me dí con tremenda facilidad. Así que fuimos al pequeño patio trasero de la guardería que albergaba La Casa del Pueblo, el edificio que preside aún hoy día uno de los flancos de la pequeña plaza. Imagino ahora, que no entonces, lo que pensarían mis compañeras. Solo hasta después pude darme cuenta que tan mal valoradas son las acciones en solitario por parte de una chica de catorce años que se va al patrio trasero de una guardería, cerrada y a oscuras y acompañada del guapo del lugar.
En ese pequeño e íntimo rincón, Pep, que así se llamaba, tomaba fácilmente las riendas de la situación. O eso creía yo, porque me hacía preguntas que nunca antes un chico me había hecho y a las que respondí cuando eran comprometedoras con mentiras, la más destacada y estúpida de todas las respuestas se dio en esta conversación: “¿has tenido novios? Sí claro – respondo yo creyendo que la cosa no iba a traer cola. ¿cuántos? - ¿Qué clase de pregunta era esa? ¿Me estaba preparando para una noche de sexo salvaje e iniciático, una especie de ritual orgiástico? ¿Por qué me hacía esa pregunta? ¿Quería saber si tenía experiencia? ¿En qué? ¿Para qué? Varios, como unos 5. Sí lo sé, fue una tremenda estupidez responder eso, pero creí que podía pensar que los novios a mi edad eran algo fútil y poco trascendental a nivel mental, emocional y físico. Así que en realidad responder dos o cinco no tenía relevancia. Se rió de mí, lo cual me enfureció, me hizo sentir ridícula, estaba dispuesta a irme, encaminaba nuestra conversación hacia un fin previsible, cuando de repente ocurrió, chas! El beso. Y casi me ahogo, de verdad. Fue una de las cosas más emocionantes que viví en mi vida por ser el primero, como supongo que a todos nos ocurre, ni el gusto a cerveza en su boca o la sorpresa o el ímpetu consiguen arruinar un momento así, y ya no vuelve jamás. La adrenalina recorriendo las venas a alta velocidad hasta hacer estallar los capilares, la respiración desacompasada por unas contracciones cardíacas anormales. Fue un momento tan intenso que se parece a las mejores drogas; al recordarlas una puede experimentar de nuevo por unos segundos la sensación que producen.
No fue el único, fue el primero. Aprendí a no ahogarme, a abrir bien la boca sabiendo que iba a recibirlo, luego aprendí a jugar con las lenguas, a hacer turnos de maniobras, a jugar con los labios, a usar los dientes. Fue una noche larga. Llegué tarde a mi casa y mientras bajaba por la única calle del pueblo, no me importaba pensar que mi padre estaría despierto, como siempre amenazaba, si llegábamos tarde, no me importaban los comentarios envidiosos de mis amigas que resulta que esa noche se habían convertido en unas puritanas católicas mientras yo me besaba en la parte trasera de una guardería cerrada y oscura.