miércoles, 10 de junio de 2009
No hay perros para todos
Cuando Nani me dijo que él había sido criado entre la televisión y el perro, me reí. Me reí varias veces después y lo seguí pensando. Así eran las familias que yo había conocido. Mis tíos no aparecían hasta que yo y mi prima nos estábamos pegando con las sartenes (una vez la dejé inconsciente un par de minutos). Hubo una temporada en que mis padres solo volteaban a verme cuando les llegaba una citación en la escuela para hablar de mi “autismo”. Y les costaba entenderlo. Una vez, yo y la misma prima, nos perdimos en el bosque durante horas, al anochecer nos dimos cuenta que era hora de regresar, para ese momento nuestros padres ya habían emprendido una búsqueda popular para encontrar a la niñas. Ese día aprendimos que había un espacio de libertad en el descuido de nuestros padres, podíamos ser dueñas de ese espacio si no traspasábamos los límites del reino de nuestros padres. Creo que a mi prima le quedó mucho más claro que a mi a juzgar por la paliza que le dio su padre. Pero a excepción de esta ocasión y un par de raras ocasiones más, el resto de nuestra infancia transcurrió en nuestro espacio de libertad lleno de hierros oxidados de las construcciones abandonadas, peleas a pedradas en los patios traseros o comida experimental a espaldas de nuestros adultos. Entonces me di cuenta que nosotras también habíamos sido criadas entre el perro y la televisión, a excepción que nosotras aún no teníamos perro y la televisión no nos interesaba lo suficiente.
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