martes, 30 de diciembre de 2008
Milagrito
Después de 4 paradas cardíacas, 19 operaciones en la cabeza, 7 paradas respiratorias y 7 meses en terapia intensiva, la llamaban Milagrito. Yo sólo tuve oportunidad de verla unos minutos, me tropecé con ella en la entrada de su casa. Yo entraba de huésped, ella barría de hotelera. O más bien, de hija de hotelera, porque ahí la que llevaba el negocio y la voz cantante era Yakelín, la matriarca de la familia. La enfermera de Caibaren que se había casado joven y como segunda hija había tenido a Milagrito. A la niña cuando era todavía muy pequeña, le tocó ser testigo accidental de un pleito entre un pescador y un local. Nunca pregunté porque se inició el pleito, pero el caso es que la niña estaba ahí, distraída y haciendo cosas de niñas cuando el proyectil del arpón se incrustó en su cabeza. Y luego sucedió todo eso: 4 paradas cardíacas, 19 operaciones, 7 paradas respiratorias y 7 meses en terapia intensiva. Le cambiaron el nombre, de Mairena pasó a Milagrito. Y sin saberlo le habían cambiado la vida. Tal vez ella jamás se dio cuenta o ni siquiera alcanzó a recordar a Mairena. A lo mejor ahora solo la ve en contadas ocasiones, como cuando posa para que le tomen fotos y entonces sin quererlo y sin saber como, invoca a Mairena que se aparece en su semblante serio. Pero por lo demás Milagrito no se acuerda de Mairena. Milagrito tenía 16 años, y a esa edad ya sabía que para ella en aquel pueblito no habría nadie. Su cara había quedado desfigurada por la multitud de operaciones y aunque se pusiera el pelo delante y casi siempre pudiera disimular las cicatrices, el volumen irregular la delataba. Milagrito sabía que sus mejores momentos eran los 5 primeros minutos de cualquier encuentro. Ese era el tiempo en que el interlocutor solía dudar de sus capacidades. Salía en ese momento una Milagrito tímida y sonriente, amable, acreedora de algún sencillo secreto. ¿Cómo podría conquistar ella a un hombre en esos 5 primeros minutos? Cuando yo la vi estaba barriendo silenciosa la entrada de la casa de renta en la que nos alojábamos. Llevaba una camiseta rosa chillón apretada que le amoldaba los pliegues de carne, el pelo suelto, unos pantalones negros y varias alhajas en las manos. Casi no nos dijo nada, nosotros tampoco, pero su madre nos detuvo unos pasos más tarde. Ella es mi hija. Nos volteamos corteses a verla. La saludamos, ella nos devolvió un cabezazo amable. ¿Qué les parece? Abuela tan joven… Y sí, precisamente estaba mirando la barriga de la chica cuando lo dijo. Para ese momento nosotros todavía no sabíamos nada de su historia, así que dejamos pasar el embarazo como un hecho cotidiano en la historia de los pueblos. Al día siguiente Yakelín nos contaría todo lo que yo he escrito y las dimensiones del embarazo serían diferentes. Entre la multitud de parches que las operaciones habían dejado en Milagrito había dos que convertían su embarazo en un riesgo: la epilepsia y la meningitis. ¿Cómo entonces había osado Milagrito embarazarse? La prisa que infunda el miedo. A su corta edad había pensado que ningún hombre iba a quererla jamás y había visto esto como una catástrofe ilimitada, entonces esperó ansiosa al primero que quisiera aceptarla y se ofreció a él por entero. No sé si Milagrito contaba con el embarazo o si él contaba con el embarazo, pero la cuestión era que ahí estaba. Yakelín creía que todo había sucedido porque el tipo, mayor que Milagrito y en sus plenas capacidades, quería aprovecharse del negocio familiar – la casa de renta – y embarazando a Milagrito se había unido de manera irreversible a esa familia. Independientemente de la resolución de la historia, después de la experiencia que le espera, Milagrito en sus escasas posibilidades tal vez descubra algo fundamental de la vida: no es necesario atarse para amar ni sufrir para ser amada.
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