viernes, 15 de marzo de 2013

Mentiras que unen


De pequeña era yo quien mentía a mi padre. Quería ser la mejor jugadora de fútbol, la más valiente, la más lista, la más guapa, la más respetada, las más. Le contaba anécdotas escolares que nunca habían sucedido o que habían sucedido de forma, digamos, un tanto diferente a como yo las relataba. Supongo que les debía poner demasiada fantasía porque en algún momento llegaba mi madre y decía - ¿no ves que es mentira? – desmontando ese mundo en el que estábamos yo y mi padre, yo siendo la más grande y él escuchándome como si todo fuera verdad. Claro que era mentira, pero ¿qué más daba? ¿por qué tenía que venir ella a jodernos ese momento? ¿por qué tenía que llegar siempre con el látigo de la realidad a romperlo todo?
Recuerdo el odio que sentía en ese momento. La vergüenza también. De pronto “la más” desaparecía y se convertía en una niña triste, llena de fantasía y buenas intenciones, incapaz de relacionarse con sus compañeros de escuela. Y se desvanecía por el pasillo hacia la habitación sin mirar a su padre a los ojos. Prefería no ver la mirada de decepción que imaginaba en esos momentos caía sobre ella.
Hoy, ese “¿no ves que es mentira?” sigue saliendo de la boca de mi madre, pero en una dirección distinta. Es ahora a mi padre a quien señala. Sin embargo yo a este lado del teléfono pienso que lo que me dice es verdad – ¿a lo mejor él también lo pensó en algún momento de mí? – y tenemos ese momento de intimidad que se interrumpía en el pasado. No dura mucho. Siempre está mi madre para destruir cualquier fragilidad del espíritu que se exponga. Y entonces lo señala. Ambos necesitamos que el otro nos admire, incluso a nuestras mentiras.  Yo no le puedo mirar a los ojos, pero si lo hiciera intentaría transmitirle compasión y amor, me gustaría poder hacerlo. Tal vez así, la niña pequeña que sigue alejándose por el pasillo podrá girarse con tranquilidad y ver que su padre la mira como si fuera la más grande.

No hay comentarios: