viernes, 6 de febrero de 2009

Sin entierro

Lloré amargamente la defunción de mi padre. Ni siquiera lo llegamos a enterrar y en realidad, si es que existe alguna, él era otro. Pero yo lloré amargamente esa muerte. Durante más de 5 días, durante 8 horas de una noche de frío. Me desperté para ponerme un suéter y después moría mi padre en sueños. No era yo quien lo mataba, era otro, ahora su cara me es irreconocible, pero en sueños era alguien. Yo intuía que él era el asesino, intuía como se intuyen las cosas en los sueños, con esa certeza muda que una sabe con una veracidad concebida sin pecado, como la Virgen María concibió a Jesús, tal vez ella también solo le soñara. El asesino, cuya cara insisto en recordar pero no triunfo, llevaba varias diademas de su hija en la cabeza, yo le tomaba un par de ellas y me las ponía en mi cabello y entonces le decía: unas son hijas, otros son padres. Era una amenaza, los dos lo sabíamos. Y luego volvía al llanto. A la pena profunda sobre el cadáver sangriento, a la tragedia griega de mi inconsciente.

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