Estoy tumbada en su cama. Miro el techo escarapelado, la pared quemada por el lugar por donde aparece el cable y cuelga la bombilla desnuda. Los trozos de yeso penden tranquilamente sobre nuestras cabezas. “Algún día se nos caerán encima mientras dormimos” pienso. Y me acuerdo de que seguimos en la cama, dormimos. Me he despertado a mitad de siesta sin ser consciente. Me doy cuenta de que esta pequeña vigilia no durará mucho. El letargo de hoy nos tiene atrapados. Sigo observando. Dos toallas que cuelgan de la ventana, una de cada lado. A veces las usa de cortinas, cuando no quiere que entre el sol o que algún vecino nos vea. Ahora da igual, están colgando y puedo ver sus contornos deshilachados por el uso. Todo aquí está tremendamente usado.
La música sigue sonando. No sé que es. Música clásica. No molesta. Cerca de su nuca, al otro lado, la luz roja del contestador automático parpadea. Así está desde ayer. “No han dejado mensaje, colgaron” – pero la luz roja sigue parpadeando como si allí hubiera algún mensaje guardado, esperando. Desconfío y esa lucecita roja me lo recuerda. Infinidad de libros y películas nos rodean. Apenas hay espacio para meter los pies entre ellos y la cama. A pesar del uso y el desorden la cama es cómoda, muy cómoda. Tan cómoda que me permite dormir más de 12 horas sin sentirme culpable. Él sigue tumbado. Durmiendo. Dice que yo no podría observarlo mientras duerme. “¿Tú crees?” le contesto con tono desafiante. “Sí, tengo el sueño demasiado ligero. “ Pero se equivoca, como cuando me dice que no soy tan fuerte como me gustaría. Soy tan fuerte, que a veces me gustaría ser débil.
domingo, 16 de noviembre de 2008
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